La jerga del viñedo
Quien ha vivido en Labastida conoce palabras como espregurar; que no es otra cosa que quitar las hojas y lo que haya de malo en la cepa. También hablan de desnietar al sarmiento (eliminar los brotes que sobran) o de ‘la morisca’, una herramienta que se ha usado tradicionalmente para limpiar de hierbas del viñedo.
Cada lugar tiene su propia jerga vinculada a la vida tradicional. En este pueblo la vida está unida al viñedo, donde cada quien, desde tiempo inmemorial, tenía una labor que hacer.
Eulalia Orive lo sabe bien. Desde niña, al salir de clase, pasaba por el viñedo a ayudar a su padre en las tareas de espregurar, desnietar y vendimiar, labores todas ellas reservadas a las mujeres. La morisca nunca la usó, ni siquiera de adulta y con viñedos propios.
“En este pueblo nunca he visto a una mujer podar las vides”, y es que esa labor ha estado tradicionalmente reservada al hombre, porque para podar “hay que saber”. El siglo XXI parece haber llegado con aires más igualitarios, y Mikel Gil, el nieto de Eulalia, asegura conocer a muchas chicas que podan las vides.
Otras costumbres
Eulalia Orive nació en el siglo XX en Labastida, como lo hicieron sus padres y sus abuelos, y también aquí se han criado sus hijos y sus nietos. Nació en una casa que no era de ellos, sino del dueño de las viñas que atendía y trabajaba su padre. El campo y las uvas han formado parte de su existencia, y han sido el motor y el fundamento de la tierra que conoce.
Entonces el apellido Pobes era el de los señores. Para ellos trabajaba el padre de Eulalia en el campo, levantándose a menudo a las dos de la madrugada para echar nitratos a las tierras, y continuar después con el resto de la jornada. Su madre servía en la casa de los Pobes, y le contaba que ni una servilleta se agachaban a recoger si se les caía. Eran otros tiempos, años en que las diferencias entre ricos y pobres se volvían abismos insalvables.
Junto a los señores estaban las autoridades, entre ellas el cura, al que besaban la mano en la misma calle si se le encontraban cuando eran niñas. La recompensa: un caramelo de malvavisco.
Es la cuarta de cinco chicas, todas ellas un orgullo y una preocupación para un padre demasiado rígido. Era muy estricto respecto a las normas que les imponía, y una de las más recordadas es que para las diez de la noche se cerraba la puerta; había que estar en casa.
Nada de fiestas ni romerías por los pueblos de los alrededores, y mucho menos entrar en un bar. Eulalia no pisó uno hasta que no tuvo novio con el que ir acompañada.
Los únicos entretenimientos con que contaban era la música en la plaza, que para ellas acababa antes de las diez de la noche, y el cine cuando había dinero para poder pagar la entrada.
Rezaban el rosario todas las tardes, cuando él volvía del campo, y también gustaba de conversar con sus hijas, de hablar de las cosas de la vida.
Eulalia reconoce que en su época, cuando crecía y descubría el mundo, las mujeres no tenían poder de decisión: “lo que decía el hombre era lo que había que hacer”. La autoridad del padre no se cuestionaba, y aunque nunca les puso la mano encima, no hizo falta, “con la mirada valía”.
Mikel, con más de cincuenta años de diferencia, aboga por la negociación a la que ya está acostumbrado, porque en su casa las decisiones se toman llegando a un punto medio, a un acuerdo. Es ese medio siglo que a veces consigue cambiar las cosas.
Vendimia en familia
A Mikel le gusta el vino, más el blanco que el tinto, y aunque en el futuro le gustaría ayudar a su padre y a la familia en el negocio de las vides, su camino es otro, el de la ingeniería informática. A sus dieciséis años aún no ha vendimiado una sola vez.
Las vidas se han transformado mucho desde que Eulalia tenía estos mismos años. A ella nunca le ha gustado el vino, pero ha pisado uva para extraer su caldo como cualquiera de su edad.
Entonces las vendimias se hacían en familia, arrimándose los primos y los tíos para ayudar. Era una fiesta. En el siglo XXI no se puede, las leyes no lo permiten, y hay que hacer contratos y pasar por una serie de trámites que encarecen demasiado el proceso. A menudo ni merece la pena ponerse a trabajar.
Mirando al cielo
Sin embargo hay algo que no ha cambiado, y es la mirada constante hacia el cielo y el temor añadido a que una helada “se lleve lo bueno”. Es lo peor que puede pasar, que una helada tardía acabe con las uvas que están empezando a crecer. Las seca todas, y aunque brotan de nuevo y no es lo mismo, lo mejor de la cosecha se ha perdido.
“En invierno es cuando mejor estamos, porque está podada la viña y no hay peligro de nada, pero desde abril hasta que se vendimia, en septiembre u octubre, se sufre por la lluvia, el granizo y el viento”.
Hace cincuenta años y más había rogativas, muchas a San Ginés y a Santa Lucía. El cielo es el mismo y el temor a que algo estropee los caldos continúa estando ahí cosecha tras cosecha, pero la fe no es la misma y las rogativas se han quedado en el pasado.
“Se subía andando desde Labastida, porque no había coches, y los jóvenes se echaban vino con la bota unos a otros, pero las chicas no. Después se bajaba haciendo las letanías, y a los niños se les daba chocolate y pan, y había misa”.
De la misma manera que antes se iba en burro o a pie a todas partes, y Eulalia recuerda que recorría andando hasta tres kilómetros para alcanzarle la comida diaria a su padre, medio siglo después todo se hace en coche y el tractor aligera el trabajo y cuida de la espalda de los hombres y las mujeres que trabajan estos campos repletos de vides desde hace cientos de años.
Un Ebro traicionero
El río Ebro ha ofrecido a los habitantes de Labastida sus aguas con generosidad y mucho acierto, no solo para regar sus vides, sino para sus baños y divertimentos.
En Labastida bajas un camino y llegas al río. Los jóvenes siempre han disfrutado de algunos reposos del caudal para sumergirse y nadar, hasta que en plenas fiestas del pueblo, en los años 60 (comprobar este dato), un joven se ahogó. De eso hace mucho tiempo, y aunque la gente dejó de asomarse a sus aguas, poco a poco la costumbre ha vuelto.
Sin embargo, aquí todos saben que el Ebro es muy traicionero, que tiene corrientes de agua que te pueden arrastrar sin remedio, agujeros que te empujan hacia dentro. Eulalia nunca se han bañado, “total, si no sé nadar para qué voy a meterme”, pero Mikel sí.
El último día de clase se llevan el almuerzo y pasan el día en una zona de aguas tranquilas. Aunque cada vez hay más piscinas en el pueblo, la mayoría, unas setenta, serán privadas, pero también las hay municipales, abiertas a todos los visitantes, donde disfrutar sin riesgos.