Una vida en la era
Sin saber hasta dónde llegan sus ancestros, la familia Iturralde nació y creció, al igual que Asunción, trabajando con sus manos la muera. Todos salineros. También su marido, y tantos y tantas que han encontrado en el Valle Salado de Añana su origen y su destino.
Con solo diez años dejó atrás una escuela a la que había acudido poco, y empezó a ayudar en la era, aunque solo fuera removiendo el agua.
Cuatro años después, con catorce, sacaba la sal en sacos hasta los almacenes. 20 viajes al día. Al principio veinticinco kilos, hasta que su cuerpo adquirió fuerza y se convirtieron en cincuenta.
Nunca dejó de trabajar. De abril a octubre no había un día de descanso.
Nadie en el pueblo lo tenía. Era tiempo de cosecha, cuando las eras bullían de actividad y cánticos.
En propiedad
Ha sido a finales del siglo XX cuando los salineros y salineras han podido comprar las eras en las que llevaban trabajando siglos.
Siempre hubo grandes propietarios, no muchos. El resto, la inmensa mayoría, trabajaba y cobraba más bien poco.
Asunción recuerda cuando eran cincuenta céntimos de peseta lo que les pagaban por cada kilo de sal que acarreaban sobre sus hombros hasta el almacén.
Además se convirtió en agricultora, y también aprendió a cuidar del ganado, pero sin dejar de mojarse con la salmuera. Tuvo tres hijos, todos nacidos en casa, con la ayuda del médico del pueblo.
Finalmente pudieron comprar alguna era y empezar a percibir algo más de dinero por pasar parte de la vida sacando agua del pozo, remojando la muera, o cargando los sacos que les doblaban la espalda.
La propiedad en el siglo XXI llega hasta su sobrina, que vive en Vitoria, donde tiene una peluquería.
Naiara, su hija Martina y su hijo Urko, acuden cada verano a la casa familiar.
“Lo chulo son las comidas familiares, y estar en la calle todo el rato. Me gusta Salinas en verano, porque la vida allí es fácil”.
En unión bajo la tormenta
Pese a todo, aquella vida era bonita vivirla, en solidaria compañía. Las tormentas eran temidas, porque la lluvia amenazaba con deshacer la muera, llevársela al río y perderla.
En esos momentos previos al diluvio todos corrían. Tanto trabajo se podía perder en unos instantes, había que recoger lo que hubiera, por poco que fuera. Y era entonces cuando la solidaridad se volvía inquebrantable.
Cada familia, al acabar con lo suyo, corría a ayudar al de al lado si este no alcanzaba a salvar la pequeña cosecha.
Además, el perjuicio no estaba solo en lo económico, sino que aquella agua salada llegaba el río sin remedio, afectando a los pueblos por los que este pasa. Así que la vida transcurría con rapidez, casi sin verla, entre lo que el cielo anunciaba y lo que el manantial subterráneo traía.
Al menos un baile
La vida la saboreaban a pequeños sorbos los domingos por la tarde, alrededor de la plaza y el baile, donde se reunían siempre que el trabajo lo permitía. Todo empezaba a las seis.
Aquellos domingos llegaban al pueblo jóvenes de otros lugares en busca de diversión, aunque tuvieran que regresar a casa andando por caminos y estradas bien entrada la noche.
Asunción recuerda también alguna romería; lo más lejos que llegó a ir fue al cercano Paul o Basquiñuelas.
Pero si hay una ocasión especial en este lugar para celebrar es el final de la cosecha, lo que aquí se conoce como el entroje o la fiesta de la sal. Ese día en la plaza rezumaba la alegría, porque vislumbraban días de descanso y asueto.
El convento
Hubo años en que las monjas del Convento de San Juan de Acre de la Orden de Malta apenas tenían para comer. Pobres en extremo, contaron con la ayuda de las mujeres más jóvenes, que decidieron salir los domingos con algún burro a recorrer los pueblos en busca de patatas con las que se pudieran alimentar.
En la segunda década del siglo XXI, las hermanas que residen entre las paredes de piedra que presiden el Valle Salado se pueden contar con los dedos de una mano, pero a mediados del siglo pasado una veintena de monjas trataba de sobrevivir en este mismo lugar desde el que se refleja la riqueza y la razón de ser de Añana: su sal.
Una huella imborrable
Con el paso de los años y la sabiduría que da una vida vivida, trabajada y bien explotada, Asunción sabe que la sal también duele, que corroe, que a ella, que ha pasado su existencia mojándose los pies con la salmuera de la era, le ha dejado marcas imborrables.
Después de todo, está un poco harta de la sal que ha llenado los días de su vida.
La misma huella que no se puede borrar de las casas de antes. Allí donde se colgaban los jamones envueltos en sal tras la matanza, todo alrededor se transformaba en algo viejo y ajado, completamente agrietado. La sal lo estropeaba. La misma que hoy cocineros de renombre ensalzan como una de las mejores del mundo.