La vida con hambre y mucho trabajo
Hacia 1932, cuando nació Esther, en Artziniega había más de un centenar de caseríos dedicados a la labranza y al cultivo del maíz, el trigo o el forraje y algunas alubias.
La familia convivía con vacas y bueyes, ovejas y cerdos. Con el transcurrir del tiempo la vida fue cambiando gracias a la industria y a la instalación en Ayala de una filial de Tubacex y otras empresas como Exon y Oyargar.
“Toda la vida trabajando”. Esther lo mismo sustituía como matarife a su marido Vicente “el pellejero”, “como cuando él se fue a la parte del vascuence”, que servía en casas ricas de Balmaseda o Getxo con cofia y guantes.
Limpió más hogares que el suyo, labró la tierra, pasó por la fábrica de sacos La Conchita y acabó sus días laborales limpiando en Tubacex.
Incluso jubilada iba a hacer los cafés a los jefes que le regalaron el traje de novia de la nieta mayor.
Nada sobraba y todo se apañaba
Leche con pan para empezar el día, bien de mañana. Todavía de noche las mujeres saltaban de la cama con prisa a atizar el fuego y preparar el desayuno. Los garbanzos y los zancarrones eran para el día de Pascua y los domingos. Suerte que hacían morcillas en casa y daban un poco de alegría a la mesa.
Las alubias y las patatas llenaban los menús de diario, y gracias a la huerta alguna hortaliza caía por allí sobre todo en verano.
El bacalao era el rey de los pescados, porque se podía comprar salado y aguantaba meses a la espera de una ocasión para desalarlo y meterlo a la cazuela.
“A Balmaseda llevabas un poco de trigo y traías unos chicharros”, y una vez por semana un pescatero de Santurce llegaba hasta Artziniega con sardinas a la venta. Siendo Vicente matarife, en casa de Esther no faltaba la carne, y aun así, si se celebraba una Primera Comunión se mataba un borriquillo de un mes que sabía a ternera tierna.
Ama de cría
Su tercera hija nació al mismo tiempo que los gemelos de una vecina. A Esther le sobraba la leche mientras que a Cora le faltaba. Y de la misma, a su casa iba cada dos horas; “un pecho para la mía y el otro para ellos”.
Esther Cirión Vela nació en la primavera de 1932 entre lindes, en el pueblo burgalés de Arza. Apenas seis kilómetros la separaban del centro de Artziniega, y a los 23 años los recorrió para casarse y quedarse. La boda se celebró en Retes de Tudela a las ocho de la mañana.
Allí se juntaron el juez, una cuñada que fue madrina, el tío Valeriano y sus padres. Ese mismo día, cuando bajaban “subía la Mari, de la Venta, para casarse con Urrutia”.
Desayunaron chocolate y una tarta que la novia y la madrina habían dejado horneada. El vestido de color negro, como era la costumbre, bonito, con mucho brillo, confeccionado por una prima que tenía buena mano para la aguja.
Los pantalones no eran para ellas
“Hace pocos años que me he puesto pantalones”.
Siempre con faldas, faldas de percal, unas de flores y otras lisas. Así vestían las mujeres de antaño, y a menudo de negro para guardar algún luto, que no solían faltar.
Con faldas iban incluso al monte, a buscar leña, o a por castañas antes de llevar a los hijos al colegio, bien de mañana.
Y en los pies unas alpargatas. Se hacía todo andando, y a las fiestas del pueblo “se llegaba en alpargatas y se ponía una los zapatos para bailar”.
Jotas y pasodobles en el frontón
Los domingos por la tarde era el baile. Sonaba el acordeón de Tonín, a quién su ceguera le había regalado el don del oído, y Esther se aseguraba de que las criaturas estuvieran dormidas para ir a danzar a la tejavana que había detrás del frontón, que después se alargó y se bautizó con el nombre de “El Acordeonista”.
Un día especial era el de San Marcos, cuando se celebraba el baile de los solteros y solteras, y se tenía la oportunidad de bailar con quien quisieras.
Entonces aparecía Lázaro el alguacil con un palo “para separarte si te arrimabas mucho”.
Y por San Mateo todos a la campa de la Encina. Llegaban ganaderos de Galicia y Asturias con los bueyes y las reses, a lucirlas.
Eran días de feria y fiesta.
Los comercios y un poco de alterne
Había dónde elegir para comprar: La tienda de Pedro Aguinaga, el bar tienda de Escoli, donde Esther trabajó ocho años de dependienta, el ultramarinos de Ángeles la Bruja, la tienda de ropa de María Jesús, el obrador de Paredes… Y dónde ir a beber un Marie Brizard, “que pedíamos para dos y solo el domingo”, como en el bar de Manolo.
“Virgen de la Encina, sálvame”
El 8 de septiembre de 1954, con motivo de la Coronación de la Virgen de la Encina, hubo infinidad de actos y ante una multitud congregada para la ocasión volaron las flores que se lanzaron desde unas avionetas. Desde tiempo inmemorial en torno al Santuario de la Encina ha tenido lugar una importante feria.
En la actualidad el día grande ha pasado a ser el segundo sábado de las fiestas patronales, en septiembre, cuando el pueblo se congrega en la campa de la Encina para comer. Después bajan en fanfarria y recorren el casco histórico pidiendo agua que cae a baldes por los balcones.
Como en familia
Aquí viven unas dos mil personas durante todo el año, pero cuando llega el verano la población aumenta considerablemente.
Hubo un tiempo -1753- en que dentro de las murallas solo vivían 67 personas, pero cuando nació Esther ya había unas 800 y nada menos que cinco colegios, tres en el núcleo urbano y las escuelas de Retes de Tudela y Campijo.
“En mi época nos conocíamos desde que nacíamos, y hablábamos”. Ahora es un poco diferente y la vida social pasa por recuperar el pintxo pote de los viernes, y por apuntarse a las múltiples actividades socio culturales que se programan: visitas teatralizadas, mercado, charlas, etc.
Alberto Martínez, Tito, el nieto de Esther encamina sus pasos por las nuevas formas de vida de Artziniega, y sin embargo sus letras se adentran en el pasado de la villa. Conocedor de muchos detalles de la historia de su pueblo, en su blog https://arseniega.wordpress.com da buena cuenta de ello.