Dos kilómetros y medio, esa es la distancia que separa a Maeztu de Atauri y viceversa. Mari Luz Olalde Olalde lo sabe bien porque la ha recorrido a lo largo de su vida cientos de veces, andando, en bici, en moto, en coche…
Su vida ha transcurrido sobre todo entre estos dos puntos de nuestra geografía, en un ir y venir en el que su familia y los cuidados de esta han fundamentado su existencia.
Nació en Atauri, en el barrio del medio, escuchando los cercanos sonidos del río Ega. El caserío materno la acogió como lo que era, la primera niña, deseada y querida por todos los que allí vivía una familia extensa y bien avenida.
Tras ella un hermano y nadie más.
El abuelo y su hijo Urbano se dedicaban a arreglar piedras de molinos, y a hacer los rodetes y otras piezas. Recorrían toda la Llanada y parte de Navarra.
El puente de Atauri
Existió un puente en Atauri que unía las dos orillas del río. De él queda el recuerdo y las fotografías que se tomaron.
En 1737 dejó de ser un viejo puente de madera para convertirse en un sólido puente de piedra, que duró hasta la década de los 90, cuando el puente se rompió al paso de un camión de cerdos, precisamente de la última piara de cerdos que quedaba en Atauri.
La fábrica de asfaltos
Su padre era el cartero de Atauri y carpintero en la fábrica de asfaltos. La fábrica requería bastante correspondencia, recuerda Mari Luz. En el pueblo también había algún labrador, pero la mayoría de los hombres trabajaban en Asfaltos, en la carretera hacia Kanpezu, donde estaba la estación de tren.
Allí llegaban cada mañana hombres desde muchos pueblos de alrededor, la mayoría en bicicleta o en tren, “pero por ejemplo de Korres venían con un burritillo”.
La actividad era constante en un barranco como lo es Atauri. Todo el mundo trabajaba en la fábrica: de Aletza, de Maeztu, de Apellaniz, de Antoñana…
“Mi hermano y mi marido también fueron a la fábrica, como todos; el no que se iba a fraile, al seminario, pues se ponía a trabajar”.
La vida la marcaba la subida y bajada de los obreros, y también el tren.
Los dueños de la fábrica vivían en el mismo edificio. Y Mari Luz, cuando se casó, también vivió allí. “La empresa nos regalaba el piso, y corría con los gastos, para que no te fueras a ningún otro sitio”.
Amor a primera vista
El día que Mari Luz conoció a Julio Martínez de Lahidalga nada estaba previsto como sucedió. Eran las fiestas de Leorza. Ese día las chicas de Atauri iban a ir a ver una película a Santa Cruz y a ella sus padres no la dejaron.
En su lugar le permitieron acompañar a Blanquita, la hermana del párroco, a Leorza, a donde llegaron andando, como se hacía casi todo entonces.
La fortuna quiso que se desatara una gran tormenta aquella tarde y no pudieran regresar a dormir a casa. Era la primera vez que salía a bailar después de la cena. Aún recuerda la ilusión de dormir en otra cama.
Con 15 años y calcetines todavía, “no te los quitabas hasta que te ponías las medias”, nada impidió que conociera a Julio y surgiera entre ellos un amor a primera vista que los ha mantenido unidos toda la vida.
“No teníamos nada, una carretera con bastante tráfico, que la paseábamos arriba y abajo, pero nos divertíamos, y si un día un camionero nos decía cualquier cosa nos reíamos toda la tarde”.
Siempre atendiendo
Mari Luz y Julio se casaron en 1959 y se fueron a vivir a la fábrica hasta que se quedó embarazada. Y allí nació Ana, su hija mayor, y después nacería la segunda. En 1963 llegaron a Maeztu. Aquí habían construido los padres de Julio la casa en la que hoy vive Mari Luz.
Ellos se instalaron en el piso de abajo y los jóvenes con las niñas en el de arriba.
En 1982 murió su hermano soltero, y los padres se quedaron tan solos en Atauri que el regreso al lado del río Ega se volvió inminente. Veinte años después, al morir los padres, recuperaron su espacio en Maeztu. “Así ha sido mi vida, de joven cuidar a mis hijas y de mayor a mis padres. No me pena”.
A los nietos y a las nietas también ha cuidado, algo que a Olatz le hace sentir muy afortunada.
La vespa y el 600
Julio tenía una vespa. Era el medio de transporte que más usaron, incluso con las dos pequeñas entre ellos, para ir de Atauri a Maeztu y vuelta.
Un día Julio le dijo que por qué no la cogía para hacer los recados, y la cogió. Pero el susto fue tan grande volvió a su asiento trasero y nunca más se atrevió.
Fue la primera mujer de Atauri y de Maeztu en ponerse pantalones. Eran marrones y de paño. También se compró un casco. Llegaron a ir hasta Madrid con aquella vespa a comprar su primer coche, un 600, “porque se decía que en el norte los bajos de los coches estaban más estropeados”.
Campanera en Maeztu
Mari Luz es hoy una mujer de más de ochenta años que se ve bien. Con la edad se ha convertido en campanera, capellana y en ocuparse de todo en la iglesia de Maeztu.
Ayuda a vestir el altar, a leer, acude a la pastoral y toca las campanas con interruptor, no como antaño. Hoy no acude casi nadie a misa, solo los más mayores, pero ella recuerda cuando había que ir corriendo al segundo repique para poder coger sitio.
Que sus nietas y nietos no cumplan con los sacramentos no es algo que a Mari Luz le espante, no le gusta pero ella sabe que la vida ha cambiado, y se ha adaptado con sabiduría y respeto a los cambios.
Las maquetas del trenico
Olatz Ruiz de Alegría Martínez de Lahidalga ha convivido con su abuela y su abuelo. Ha crecido viendo a Julio, un auténtico manitas, construir las maquetas de las estaciones del ferrocarril Vasco-Navarro y ha compartido con Mari Luz los fines de semana en el río, en Atauri, tratando de pescar chipas, que eran parecidas a las truchas pequeñas. “No pescábamos ni una, pero allí nos tenía entretenidas toda la tarde”.
Ahora viven las dos en Maeztu, donde Olatz es maestra y tiene su propia familia. Aquí su pareja, Luis Parra, cría gallinas felices en corrales pequeñitos, tiene huerta, ovejas, y trata de autogestionar lo que produce y después vende entre la capital vitoriana y un laborioso puerta a puerta.
Aquí se vive muy bien, sin necesidad de ir a la ciudad. Hay dos bares donde socializar, pero a Olatz le gusta, sobre todo, quedar con sus amistades en casa de alguien o bien en El Potro, el txoko que hay en el pueblo, que por un euro pueden reservar y usar.
Es una bonita manera de dar una nueva vida al lugar donde antes se herraban los caballos.